Tuvimos que devolver cada suspiro al lugar que le pertenecían, lograr equilibrar nuestras células para acostumbrarnos a la falta del otro. No hubo tiempo de despedidas, porque esas aparecen cuando ya no queda más que hablar.
Si tan solo supiera que lo más bello de la velada no fueron los adornos, sino el sonido que su sonrisa hacia al brillar. Lo más fácil de la noche fue la actuación que terminó siendo real, sin engaños y sin rodeos. Coronando los segundos con visiones fugaces de las oportunidades que teníamos en frente. Cada paso nos alejaba de lo desconocido, pero nos acercaba a lo familiar que tanto buscaba. Ese sentimiento cálido, difícil de reproducir. No hubo tiempo de decir adiós, las estrellas sabían que no era necesario, una gran historia no se termina en el primer capítulo.
No hubo tiempo de dudar, porque nadie encuentra un diamante rogando al cielo que sea falso. Las más claras percepciones se hacían humo al tener que esforzarse por crear una respuesta en otro idioma lejano, que no daba abasto para desconcentrarme, tuve que estar ahí al cien por ciento, sus palabras exigían ser escuchadas con ese dulce repiqueteo que marcaba su esfuerzo. No era mi tiempo, pero fue un tiempo perfecto. No era mi noche, pero terminó siendo la velada perfecta para entrevistar a un extraño y hacerlo cercano. Fue la noche perfecta para descubrir la belleza de lo desconocido, salir de la comodidad para adentrarse en un mundo que solo los valientes alcanzan. Y hoy, amigos míos, fui más valiente que de costumbre.