Bien lejano en el pasado quedó aquel día abandonado del que ya no quiero vivir, cuando sus labios tocaban otra piel y no me dejaban vivir. El recuerdo se cambió por el suave repiqueteo de las aves al anochecer. Caminar de la mano y aventurarse por caminos ultra conocidos, pero que sabíamos que abrían la puerta a experiencias totalmente nuevas. Pintamos las calles de colores extravagantes. Repletos de aromas que solo nuestros cerebros captarían. Las horas pasaban y nos aventurábamos a llegar más abajo en la línea de lo conocido, a explorar las manos que con tanta suavidad nos cobijaron en nuestros nervios. Las manos que, siempre he dicho, son protectoras. Eran suaves y tiritonas, pero nuestras, pero juntas. Todo se veía como salido de una película mal grabada, la gente alocada y los niños gritando, pero quizá ese es nuestro tipo de película, las que nadie entiende por no estar prestando atención al lugar correcto. Ambos sabíamos que era una noche crítica, llena de expectativas que nos esforzábamos por alcanzar pero que pronto las tiramos por la borda.
Fue maravilloso, ¿no lo crees?
Aún sabiendo todo lo que estaba por suceder, me alejé y luego me arrepentí, no podía soportar la idea de tener la chance de salir victoriosa tan luego y de que en realidad era posible, nunca nada había estado tan cerca, como ese momento y esa oportunidad. Pero se fue como se van las golondrinas al llegar el invierno, se fue como la lluvia cuando sale el sol.
En fin que seguimos avanzando en la ruta arco iris que desdibujaba los pasos, casi al unísono caminamos hacia otra dirección, buscando lo que queríamos encontrar. Los minutos sobre esa montaña de dudas pasaron más lento que en cualquier otro momento, pero las necesitábamos para calmar nuestras ansias. Llegaron esos invasores del terror para arrebatarnos la tranquilidad que era tan profundamente nuestra. Al salir de ese rincón de amargura volvimos a pisar lugares que ya conocían nuestras pisadas. Lugares que albergaban otros recuerdos que se nos ocurrieron noches anteriores. Fue muy gracioso cuando cerraron con candado la oportunidad del que buscaba algo pasajero, pero ese no era nuestro recuerdo ni nuestro momento. Era solo otra excusa para escuchar los latidos del corazón retumbando en mis oídos. La sangre me bombeaba a un ritmo constante, casi el mismo que el tuyo. Avanzamos sin saber realmente la dirección que queríamos tomar, pero tú habías encontrado el camino que te acomodaba y te daba las energías que necesitabas. Y si, ese sabor me cautivó. Perdona que te lo diga, pero no hay forma de cambiar el pasado, y eso me alegra, porque jamás podré modificar la trampa que la luna nos puso.
Pasaron más horas y los segundos se hacían eternos. Ya después de varias conversaciones sin sentido encontramos el sentido que queríamos darle a nuestro giro inesperado de eventos particulares.
Pero la eternidad nuevamente se nos acababa en una noche, había que dejar todo saturado de recuerdos antes de volver a la misma etapa frívola de la que habíamos venido. Pero no queríamos que terminara de esa manera. Me hubiera negado a recordar tantas estrellas en tan poco cielo.
Pero habiendo tantas estrellas, justo resulta que esa noche era de estrellas fugaces, que con el viento son más veloces y deciden hacerte revolotear.
No recuerdo bien cómo llegamos a plantarnos tan firme en el suelo que nos sostuvo. Mis manos se gastaron del roce, y las tuyas se emblanquecían por la presión. Estábamos tan colapsados de pasados que un instante de perfecto presente era lo que necesitaban nuestras entrañas rotas. La sangre me fluía tan rápido que creí desvanecerme un momento. Pero era tan buena la realidad que no tenía ganas ni de soñar.
Y ese instante llegó con aroma a azúcar y destellos de manjar. Sonrisas nerviosas y pequeños repiqueteos de puro placer. Era como el más suave de los telares que me abrazaba y no dejaba espacio al frío susurro del mar. Ardía todo mi ser al simple contacto. Pero no quedó en eso exclusivamente. Te encargaste de dejar marcado con fuego el roce de ambas suelas gastadas. Ese roce de ojos cerrados y corazones abiertos, escrito como con tinta en una hoja de papel en blanco. Dulce, tan dulce que mareaba y embobaba, daba vueltas por mi cabeza y volvía a los labios. Coordinados como en una coreografía que solía detestar, pero éramos uno más en el escenario, y querido, sacamos ovaciones.. al menos en mi cabeza.
Fue un espectáculo digno de admirar, cuando dos constelaciones se atrevieron a juntar lo bello de la galaxia con lo tranquilo del mar.
Esos pequeños destellos me persiguen y me raspan el cráneo por dentro, pidiéndome salir y volver a danzar a la luz de las velas, como si fuera yo quien pudiera encenderles la luz. Lloran las abejas porque ya no pueden alcanzar la miel. Sin un segundo de ventaja, todo suena como una gastada canción de la que ya no podemos disfrutar, ese típico sueño que jamás vamos a lograr emular. Esa esperanza perdida de volver a encontrar el segundo perfecto dentro de un minuto del terror.