Estaba sentada en un columpio que colgaba de la rama más gruesa de un árbol. El clima era agradable, con brisa fresca y el sol iluminando el lugar. Mi vestido era celeste, largo hasta los tobillos, pero estaba descalza, supongo que para sentir lo agradable del pasto entre mis pies. Mi cabello suelto lleno de rizos se movía con total naturalidad según el viento le indicara, no llevaba maquillaje y me sentía libre.
Luego comenzó a soñar un vals muy lindo, me bajaba del columpio y veía llegar a un joven; él tomaba mi mano y comenzábamos a bailar al compás del vals. Nuestros movimientos eran como de dos personas que han bailado mil sonatas juntos, pero luego de un breve instante, me soltaba de golpe, casi dejándome caer. “Se acabó la música” decía, pero el vals aún se escuchaba fuerte; se iba de inmediato, sin explicar nada. Terminaba de escuchar la melodía sola, sentada en el pasto, la mejor parte estaba al final de la canción; ¿Están sordos? Me preguntaba, pero no lograba comprender.
Me ponía de pie y volvía a columpiarme hasta que otro vals comenzaba, y otro joven llegaba. Me animaba ver que venía mejor vestido y parecía estar mejor preparado para el baile. Me tomaba con aún más gentileza que el primero, pero antes de llegar a la mitad de la canción, me dejaba sola y se retiraba diciendo que la canción ya había acabado. “¡Aún la escucho con fuerza!” Repetía yo, pero nada hacía cambiar su parecer. Se iba rápidamente y me terminaba la melodía sola nuevamente.
Pasó varias veces, todos los jóvenes distintos, preparados de manera singular. Todos lucían relucientes, como listos para por fin acabar de bailar, pero todos se iban muy rápido, sin dejar que la canción llegara a su fin, ¿acaso están todos sordos?
Mil colores explotaban en el paisaje cada vez que uno llegaba y se iba, los morados, verdes y rosa pastel se hacían presentes, el amarillo vivo relucía en el semblante de uno de ellos que me llamó especial atención, pero que, sin falta, cumplió con el cometido de cada varón.
Pasaron tardes hermosas de bailes que no concluían, hasta que llegué a pensar que estaba loca por creer que la melodía seguía, cuando “claramente” terminaba a media canción. Comencé a hacerme la sorda tras el primer coro, así no dolía tanto que se fueran, porque “ya había terminado la canción”.
Si eran sordos o no, jamás lo supe. Con franqueza, ya estaba cansada de bailar vals, ya el ritmo me tenía abrumada.
Una tarde diferente se acercó un muchacho, sin explosión de colores y sin música. Me extendió la mano para invitarme a bailar una pieza. “Es la mejor balada que conozco” me dijo para convencerme, y me puse de pie. El pasto estaba húmedo, y él también lo sentía, porque también estaba descalzo. ¿Puedes oírla? Preguntó mientras me miraba, pero yo no podía oír nada. ¿Siempre bailas sin música? Y se largó a reír, su sonrisa me contagió y reímos juntos, hasta que finalmente comprendí que esa era su música, la que llenaba mi alma y alegraba mi ser. “No importa si hay música o no, lo importante es que sepamos ir al mismo ritmo, incluso en nuestros momentos acapella”. Y bailamos, bailamos hasta que ambos logramos escuchar la misma música que provenía del fondo de nuestro ser, que combinados, hacíamos una armonía perfecta.