Yo no estaba bien, y probablemente estoy exagerando, pero innecesariamente recordé nuestra conversación una y mil veces. Repasando cada detalle y cada palabra; pensando, mas bien rogando, que alguna frase desapareciera y haya sido todo parte de mi imaginación.
Pero ahí estaba yo. Pretendiendo estabilidad, cuando no sabia ni por casualidad qué era lo que pasaba conmigo. Ese interruptor que se prendió dando paso al dolor. Ese mismo interruptor que apagó la razón.
No teníamos razones para sonreír, y aún así intentamos llevar el acto de la risa adelante. Nada pudo haber sido más doloroso que saber que duele.
Forzamos palabras cruzadas y pensamientos bloqueados; hasta que la paciencia no aguantó más de bromas y superamos la línea de lo incomodo.
Un simple 'hola' era más que suficiente, pero de manera brusca introdujimos las frases que sonaban coloridas en la mente, pero vacías en el aire.
Ya no hay interpretación más certera que un sentimiento borroso. Realmente ya no quedaba espacio para dudar al tiempo, precisamente porque era el único que eventualmente nos iba a sanar de las malas pasadas.
Pero ahí estaba yo, desesperada por sentir el contacto de un abrazo tan honesto, que al fin uniera mis piezas sueltas. Y si, estaba rota, pieza a pieza se iba desmoronando mi acto y aun no acababa la función. Ambos entendíamos la función del corazón, hasta que ya no quedó nada para sostener la bomba que se estaba poniendo allí.
Y aún seguía ahí, llorando en mi mente suplicando por una muestra de cariño. Una sola muestra que me diera la seguridad que necesitaba; que me hiciera saber que el comportamiento puntual no tiene que ver con el afecto.
Pero no llegó, ni la calma, ni el abrazo, ni el consuelo. Sí la fuerza, porque si se pudo y aún se podrá mañana. Pero no llega la calma. La calma. Aun no empieza la tormenta quizá.
Y si, puede sonar terrible, no mentiré, así mismo se siente.
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