Todos escuchamos de cupido y de sus flechas de la infamia. La verdad, yo soy la encargada; debo decirles que no existe tal cosa y solamente lo inventamos para que dejaran de destruir el amor.
Resulta que cada vez que alguien se enamora, lanza una de sus flechas. Si, cada uno tiene flechas; pero ustedes los humanos no saben lanzarlas. Cada vez tenemos que quitar flechas de las espaldas de otras personas y devolverlas al dueño.
Les contaré. Cada mirada que lanzan, esa que ustedes les pusieron "amor a primera vista", cada una de esas miradas lanzan una flecha. Si la otra persona está mirando, significa que la flecha se lanzó correctamente; si miraron con el deseo pero no les miraron de vuelta y aún lanzan la flecha, causan el efecto contrario al deseado, lo que llaman el amor platónico.
Este trabajo es más fácil de lo que piensan. Solamente necesitan estar seguros de cuándo lanzarlas; porque una vez que lanzan todas menos una, su sistema integrado les hace sentir que la siguiente es la última.
Un problema parecido tuvimos nosotros los encargados el otro día. Tenemos la ventaja de no tener flechas, nos quitan las flechas hasta que dejemos el trabajo.
Pero nadie sabia eso de mi, y él precisamente no lo sabia. Se le ocurrió la terrible idea de lanzarme una, su flecha más certera. Directo al centro.
Sentí como la punta clavaba mi interior. Él había caído rendido al devastador sentimiento que viene luego del lanzamiento. Por mi parte, no podía... Creo.
Él otra vez. Estaba ahí cada día. Frente a mi escritorio, era el único encargado que había conservado sus flechas como parte de un experimento del jefe. Horrible idea, pésima idea. Todo lo que hacía me hacían pensar en que él quería ser mi par y yo no podía sentir nada aún!
Luego ya no pude soportarlo. Tenía que recobrar mis flechas y volver a sentir. Nada en ese momento era más importante para mi que buscar la salida.
Y la encontré; encontré mis flechas y le lancé una de vuelta.
Fue como si toda la sangre me corriera más rápido. Sentía algo tan diferente a lo que alguna vez había sentido. Vi que él lo había sentido también, cuando no pudo quedarse en su asiento y saltó a buscarme. Corrió sin pausas y esquivó cada obstáculo para abrazarme y girarme en el aire. Nuestras manos se juntaron y nuestros labios quedaron tan cerca que su respiración era parte de la mía, compartíamos el mismo aire y el mismo espacio, pero algo nos detuvo.
En ese segundo antes. Ese frenético segundo. En el que el jefe vino y nos quitó las flechas. Algo en mi mente cambió. Recordé lo que estaba haciendo, celdas de información en una planilla y hojas interminables de nuevos flechazos fallidos, casi sin querer escribí mi nombre y el suyo.
Lo que nadie sabia es que yo tenía en mi chaqueta algo guardado. Algo que alcancé a esconder segundos antes. Una de mis flechas. Sabia que tenía que hacer algo y sabia que tenía que cambiar algo. Cometí un suicidio contra mis sentimientos. Lancé mi flecha más certera, la más directa, al que todos llamamos jefe.
Súbitamente se detuvo y giró. Vio a mi compañero, vio mi rostro y vio a su alrededor. Todo su cuerpo temblaba y se estremecía. Sus manos temblorosas agarraban su camisa y tironeaban su corbata. Mi mente navegaba entre los sentimientos y los flechazos y no podía más que entregarme a la tempestad emocional del momento.
El susodicho jefe llamó a mi compañero y lo tomó de los hombros; lo llevó a la oficina más apartada del lugar y lo sentó. Movió sus manos un par de veces tratando de gesticular algo que le costaba explicar. Luego de un par de minutos, que parecían horas, ambos salieron de la sala. Nos enteramos que había un nuevo jefe a cargo de operaciones. Nos enteramos que nuestro hombre ya con cara familiar se iba y no quería ser seguido. Mi flecha aún estaba en su corazón y podía verse sin esfuerzo alguno. A medida que caminaba, encontraba cosas que él dejó tiradas. Una flecha, una punta de una flecha mejor dicho. Eso bastaba para remendar mi error.
Varios meses pasaron en el que él se había alejado, olvidando así cómo sentir.
Varios meses en que nuestro nuevo guía nos explicaba palabras memorizadas de un discurso conocido: "controlen y no dejen escapar sus sentimientos"
Más que consejos, parecían avisos publicitarios para una mala campaña. Sabía que algo no andaba bien cuando, a modo de regalo, llegó a mi escritorio y exigió ver los nombres de los exiliados.
No sé cómo apareció en ese listado, pero el hombre con mi flecha en su corazón ya no pertenecía a nuestra área. Él mismo había dejado de pertenecer, por voluntad propia, a nuestro círculo de alcance.
Ya la sensación era terrible. Nunca había sentido un vacío más grande en mi interior que en esa época. Sabía que tenía que ir yo misma a buscarlo, o de lo contrario nuestras flechas jamás terminarían de estar conectadas por ese sublime instante de magia oculta entre paredes de oficina.
Salí en esa hora libre que todos llaman colación. Llegué al lugar del exilio, estaba frío y desolado. No había nada que pudiera ver o reconocer más que esa flecha. Esa única flecha, partida por la mitad. Tomé la punta y decidí poner fin a todo el cuento. A toda la trama le quería poner punto final. Agarré la flecha y decidí clavarla en el único lugar donde nunca más podría sentir.
...
Su cabeza sintió el piquete de la punta. Sus ojos comenzaron a desvanecerse y un velo comenzó a cubrir su mirada. Antes de irse por completo de sí, vio un rostro familiar que no había visto en mucho tiempo. Él se acercó y se recostó al lado de ella. La abrazó y con un simple beso en su frente dejó caer unas lagrimas. Ella las sintió hasta dejar de tener conciencia de si misma. Cuando ya toda ilusión terminaba en un flechazo, el flechazo equivocado.
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